jueves, 9 de septiembre de 2021

Las carreteras y el fin de la era del petróleo - Fragmento 2

 

Citación sugerida:
Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.

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1. De las calzadas romanas a las carreteras actuales


Hace dos milenios Europa ya estaba surcada por más de 80.000 km de carreteras (Bañón Blázquez y Beviá García, 2000). Las calzadas romanas se extendieron durante siglos, imparables, por buena parte del continente, y con ellas los romanos parecían querer demostrar que no solo el mar Mediterráneo les pertenecía, sino también Europa entera. Muchas de esas calzadas todavía existen en la actualidad, y todavía hoy son claramente apreciables los surcos de los carros que las utilizaron hasta mucho tiempo después de la caída del Imperio Romano, cuando la gente corriente ya había olvidado el latín.

   Los romanos no fueron los primeros, desde luego, en construir ambiciosas redes de comunicación terrestre. La existencia de caminos es paralela con la necesidad de mantener vínculos comerciales, políticos, religiosos, militares o culturales entre diferentes comunidades humanas, y dicha necesidad se verifica incluso en civilizaciones que no conocieron el uso de la rueda, que debió ser inventada entorno al 3.500 a. C. por los sumerios (Fleming y Honour, 2004). A este invento revolucionario, que representaba un gran avance tecnológico con respeto a los milenios anteriores al Neolítico, se le unió la domesticación de animales de tiro, y así surgieron los primeros carros, de dos y cuatro ruedas. No es difícil imaginar al héroe Aquiles a bordo de un carro de guerra aqueo, espoleando a sus animales víctima de una cólera que una diosa cantaría en los milenios posteriores. En el tiempo en el que se sitúan esos hechos míticos, hacia el 1.200 a. C., la rueda ya era un viejo invento, y hacía mucho que había dejado de ser de piedra para ser de madera, incluso algunas habían dejado de ser de madera maciza para componerse de un anillo exterior unido al centro mediante radios, lo que disminuía sustancialmente su peso. De hecho, todavía hoy puede verse al faraón Ramses II en un bajorrelieve del templo de Abu Simbel, a punto de disparar una flecha a bordo de un carro de dos ruedas, cada una con seis radios, hace más de 3.200 años. 

   Pero los carros no se utilizaban solo para usos militares. Es fácil entender las prestaciones que ofrecían para el transporte de mercancías, sobre todo en las civilizaciones en las que el creciente grado de especialización y estratificación social y económica separaba cada vez más los centros de consumo de los centros productores. Los productos del mar, las cosechas de los campos, los botines de guerra y las mercancías provenientes de otros pueblos llegaban a las ciudades a bordo de carros tirados por animales, además de por vía marítima o fluvial cuando alguna de ellas era viable. Ello debió impulsar la transformación y mejora de los antiguos senderos para adaptarlos al uso de dichos carros. Al principio, esas mejoras debieron consistir únicamente en el allanamiento del camino, mediante desmontes o mediante el relleno de hondonadas, de manera que la antigua vía pedestre o ecuestre empezaba a transformarse en otra cosa, en un camino especializado, realizado al servicio de una nueva tecnología de transporte (los carros) allí donde existiera una cierta administración centralizada capaz de organizar y mantener las nuevas infraestructuras. Habían surgido las carreteras, palabra que, según la Real Academia Española, viene de ‘carreta’, la cual procede de ‘carro’, que a su vez se origina en la voz latina carrus

   Parecía pertinente señalar esta relación entre la rueda, el carro y la carretera nota 1, debido a que damos por hecho, por la costumbre, que es normal la existencia de carreteras para la movilidad terrestre, olvidando que las mismas responden a un modelo de transporte que depende de la tecnología existente. En efecto, si nuestros vehículos fueran aéreos, es evidente que no sería precisa la construcción de carreteras. O bien, de haber elegido otro modelo, como la construcción de canales fluviales para el transporte terrestre, nuestras autopistas serían como largos ríos artificiales. La idea no es descabellada, ¿acaso no fue el transporte fluvial la razón de ser del Canal de Castilla, la mayor obra hidráulica española del siglo XVIII? De hecho, una ventaja de esta gran obra de ingeniería es que, a pesar de haber quedado obsoleta para su propósito originario, sigue siendo útil, por ejemplo, para el regadío. Ello no puede decirse de las carreteras: si los coches particulares empezaran  a volar, como ocurriría si alguien inventara las aero-ruedas que aparecen en Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985), las carreteras quedarían totalmente obsoletas, y su destino sería el abandono y el olvido.

   Nos hemos  situado con la imaginación, a falta del DeLorean reconvertido en máquina del tiempo de la película mencionada, en los albores de las primeras civilizaciones urbanas, donde empezamos a ver que la huella del hombre sobre el medio natural comienza a extenderse más allá de sus ciudades. A vista de pájaro, las carreteras son finas hebras de suelo artificial, prolongaciones larguísimas de los poblados y las ciudades, creadas por unos seres insensatos que, con la llegada de las primeras urbes, ya empezaban a inaugurar una obsesión que nos dura hasta hoy: la de hacer que el medio natural se adapte a nosotros, en lugar de adaptarnos nosotros al medio, como hacen los demás animales. 

   Mesopotamia, como en otras cosas, debió ser la pionera en la construcción de auténticas carreteras para sus carros, con motivaciones fundamentalmente comerciales. En Oriente, el llamado ‘Camino Real Persa’ parece que fue realizado a partir de la combinación de caminos más antiguos, y contaba con más de 2.500 kilómetros de longitud, desde Éfeso hasta Susa. Chinos e indios no se quedaron atrás, y tuvieron redes de carreteras de miles de kilómetros de longitud, con firmes artificiales. Incluso Egipto, cuyas redes de transporte quizá solemos asociar con el tránsito fluvial a través de los numerosos brazos del delta del Nilo y sus canales, construyeron carreteras con un firme lo bastante consistente como para permitir el transporte de los pesados bloques de piedra que conforman las pirámides, tal y como refiere Herodoto (Morales Sosa, 2006). La Ruta de la Seda, un conjunto de vías comerciales que unieron Europa con Asia, vivió su máximo esplendor hacia el 200 a. C., con más de 12.000 kilómetros de longitud, de los cuales algunos debieron ser carreteras artificiales. Por ellas debió llegar a Occidente la seda china, tan apreciada por las mujeres romanas de los tiempos de Jesucristo, y por ellas debió viajar Marco Polo, más de mil años después. 

   Los pueblos europeos antiguos también debieron tener carreteras, pero la falta de una administración centralizada, propia de los imperios asiáticos, impedía la construcción y mantenimiento de grandes infraestructuras. Las Rutas del Ámbar conectaban el norte de Europa con el Mediterráneo, pero más que carreteras debieron ser caminos naturales especialmente acondicionados en algunos tramos, y que habían sido usados desde tiempos bastante remotos, como atestigua el hallazgo de ámbar de la zona del Báltico en la tumba del faraón Tutankamón, entorno al 1.300 a. C. (Ginsburgh y Mairesse, 2013). Tal vez, para la mayoría de pueblos europeos, era algo impensable que una estructura artificial, realizada por la mano del hombre, se prolongara durante cientos o miles de kilómetros. 

   A orillas del Mediterráneo las cosas eran algo distintas. Allí vivieron aquellos que cantaron las hazañas del héroe Aquiles, ya mencionado, o los viajes de Ulises. Con los griegos se marca un antes y un después en la historia de Europa, y del mundo. Fueron ellos la gran civilización europea de la Antigüedad, la primera tan avanzada como sus vecinos egipcios y asiáticos, y de hecho la primera en ser capaz de plantar cara al todopoderoso Imperio Persa (¿hay que mencionar las batallas de las Termópilas, de Maratón, etc., así como las campañas de Alejandro Magno?). Pero lo fundamental de la Antigua Grecia no es su genio militar, sino una cultura acaso menos espectacular y grandiosa que la egipcia o la asiática, pero cualitativamente mucho más avanzada, si entendemos por ‘avance’ todo aquello que apunta en nuestra dirección, es decir, el predominio del logos sobre el mito, y de todos sus productos: el humanismo, la ciencia, la filosofía, la democracia, el derecho, etc. Nos fascina lo griego (o, al menos, a muchos de nosotros) porque en lo griego está nuestra base genética, nuestra cuna. La indagación acerca de quiénes somos nosotros (los europeos) comienza necesariamente en Grecia, en aquellas calles empedradas en las que Sócrates incordiaba a las gentes en su búsqueda incansable del conocimiento y de la virtud. Es una tragedia que los sistemas de enseñanza actuales hayan relegado a un segundo plano las ciencias humanas: si olvidamos a los griegos, si dejamos de leer a Platón y Aristóteles, olvidamos quiénes somos nosotros, y no hay tragedia mayor para un pueblo que olvidar sus raíces; si no sabes de dónde vienes, lo tendrás mucho más difícil para saber a dónde debes ir o a dónde quieres ir.

   Si los avances helenos en el pensamiento sobre el ser humano y la sociedad fueron notorios, los avances en el pensamiento científico-técnico no lo fueron menos. Hay quien dice (Farrington, 1992) que la civilización helenística llegó casi a las puertas del maquinismo. Tal vez, si los avatares históricos y religiosos no les hubieran detenido, los griegos habrían anticipado en mil años la Revolución Industrial, y esta acaso se habría inaugurado en Alejandría, a los pies de la famosa biblioteca, donde los griegos ya habían calculado el diámetro de la tierra, y deducido que orbitaba en torno al sol, entre otros avances que la relativa ‘oscuridad’ medieval silenció durante más de 1.000 años.

Notas:
1 Esta relación no siempre se verifica. Los incas, por ejemplo, construyeron una avanzada red de caminos que atravesaba los Andes que pueden calificarse como auténticas carreteras de ejecución muy meritoria y, sin embargo, nunca conocieron el uso de la rueda ni, por consiguiente, de los carros tirados por animales. Volver al texto


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