jueves, 25 de noviembre de 2021

Las carreteras y el fin de la era del petróleo - Fragmento 13


Citación sugerida:
Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.

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   Los impactos que las redes viarias humanas tienen sobre los ecosistemas pueden dividirse en directos, indirectos y acumulativos (Quintero, 2015). Los primeros son aquellos que se vinculan con la propia presencia de la carretera, así como con su utilización por parte de los vehículos. Así, incluyen los atropellos de animales, el efecto barrera al impedir o limitar los movimientos de los mismos, la pérdida de hábitat (el que queda desplazado por la propia superficie kilométrica de la carretera, y el que es perjudicado o destruido por los efectos de borde), la contaminación acústica, química y lumínica, la proyección de polvo y presencia de elementos como la sal, etc. También son muy importantes otros impactos directos, como los asociados a los desmontes y terraplenes de las carreteras, que pueden provocar erosión y sedimentación, además de cambios en el régimen hidrológico, como alteraciones en el nivel freático, drenajes, escorrentías, etc. Las vías de gran capacidad, como las autopistas, son las que más impactos directos provocan, debido a su gran anchura (muy superior a la de una carretera convencional), a su mayor régimen de utilización, y al hecho de que evitan los accesos a las propiedades colindantes, con lo que su efecto barrera sobre la fauna es mayor. No obstante, aunque los impactos directos de las vías de menor capacidad son sustancialmente menores, hay que tener en cuenta que la densidad de estas es mucho mayor que la de las autopistas.

   Los impactos indirectos son más difíciles de medir y anticipar pero, a la larga, pueden llegar a ser más graves que los directos. Se vinculan con el hecho de que las carreteras pueden entenderse como avanzadillas de invasión humana en el mundo natural, que antes de la carretera estaba a salvo del hombre. Las carreteras no son meros lugares de paso que atravesamos veloces con nuestros vehículos, sino que son frentes de colonización que emplea nuestra civilización para conquistar a la naturaleza. Las posibilidades de transporte y comunicación asociadas a las carreteras permiten o estimulan nuevas urbanizaciones u otros asentamientos humanos, nuevas tierras de cultivo, y nuevas actividades de explotación de recursos naturales (vegetales, animales o mineros) que antes estaban protegidos por densas espesuras forestales u orografías de difícil acceso.

   Por su parte, los impactos acumulativos son más difíciles de entender, aunque podrían interpretarse, simplemente, como la combinación de todos los impactos, en el espacio o en el tiempo, de un sistema viario. Si a una carretera solitaria se incorpora después un sistema de ramales que la conectan con las poblaciones o con otras carreteras, a los impactos de la carretera original hay que añadir los impactos individuales de cada carretera aledaña. Esta combinación de impactos, a menudo, es mayor que la simple suma de los impactos individuales. Una carretera puede perjudicar y reducir el hábitat en uno de sus márgenes; si se hace discurrir otra carretera en paralelo, el efecto de la misma es el de presionar por otro franco un hábitat que ya estaba debilitado por la acción de la otra carretera. Los efectos perjudiciales de la nueva carretera sobre el hábitat, por consiguiente, son mayores de lo que cabría esperarse. Es fácil entender que cuanto mayor es la densidad viaria el hábitat original presenta cada vez menos capacidad de recuperación frente a los nuevos impactos, directos o indirectos, con lo que llega un momento en que la degradación del ecosistema es irreversible. Este efecto acumulativo debe tenerse en cuenta, en el sentido de que al trazar una nueva carretera hay que entender que no solo hay que considerar su impacto directo y la previsión de impactos indirectos que causará, sino también la interacción de estos nuevos impactos con los impactos preexistentes.

   Los atropellamientos son uno de los impactos más claros y dramáticos, y resultan tanto más frecuentes cuanto más se ha interpuesto la carretera en el camino habitual que seguían los animales en sus migraciones, o en busca de alimento y agua, o en sus actividades de reproducción. Las carreteras son como larguísimas y laberínticas trampas lineales donde ven la muerte muchos animales, si bien no por sí mismas, sino por el hecho de hacer posible el tránsito de los vehículos que causan los atropellamientos en mitad de los hábitats locales. Este impacto de las carreteras es posiblemente uno de los mejor documentados, dado que no solo acaba con la vida de animales silvestres y domésticos, sino que también afecta a la seguridad de los ocupantes de los vehículos. La mayoría de los accidentes con víctimas humanas se producen no por la colisión en sí con el animal que invade la calzada, sino por la maniobra para esquivarlo que realiza el conductor. Se estima que en las carreteras europeas se producen 507.000 colisiones entre vehículos y animales cada año, con unas 300 víctimas humanas y 30.000 heridosnota 2. El número y la gravedad de las colisiones varían a lo largo del continente, en relación con la fauna y los ecosistemas propios de cada país, aunque también depende de la densidad y configuración de su red viaria. En Suecia, durante 2010 se registraron unos 42.000 accidentes principalmente debidos a ciervos y, en menor medida, a alces y renos; en Suiza unos 18.000, en 2008; en Eslovenia una media de 10.535 en el periodo entre 2004 y 2008, sobre todo debidos a corzos, seguidos muy de lejos por jabalíes y ciervos; en España unos 6.227 entre febrero de 2003 y enero de 2004, sobre todo debidos a jabalíes, corzos y perros; en Alemania unos 2.411 en 2009, sobre todo por corzos, y en menor medida jabalíes, gamos y ciervos; en Noruega unos 2.300 en 2009; en Reino Unido unos 834 accidentes en 2009, sobre todo debidos a ciervos, etc. Pero estas cifras solo recogen el número de accidentes de los que se tiene constancia, que generalmente son solo los que involucran indemnizaciones por parte de las aseguradoras. El número real de colisiones puede ser mucho mayor, y posiblemente en algunas de ellas, aunque el vehículo y sus ocupantes salgan ilesos, se deja atrás un animal moribundo o con heridas que le causarán la muerte al cabo de pocos días. 

   Es difícil estimar el número de animales, tanto silvestres como domésticos, que mueren en las carreteras debido a atropellamientos. En España, se estima que cada día se retiran de las carreteras unos mil cadáveres de animales, lo que significaría unas 365.000 muertes al año. Pero es posible que este número se quede corto, en parte por aquellos animales que no mueren instantáneamente en el atropello, sino horas o días después debido a las heridas del mismo, lejos de la carretera. Y en parte, también, porque muy posiblemente mueren otros muchos vertebrados de pequeño tamaño cuyos cadáveres pasan desapercibidos a los equipos de limpieza, como algunos reptiles que se sienten atraídos por el asfalto caliente bajo la luz diurna. Aunque podría decirse que, globalmente, el número de muertes es pequeño, sí que pueden afectar a la población de una especie dada en un territorio concreto, alterando el equilibrio ecológico del lugar. Ahora bien, en el caso de especies en peligro de extinción, la muerte de un individuo concreto resulta más trágico, si cabe, por lo que aquí el número de atropellos sí se constituye en un agente capaz de participar en la extinción de toda una especie. Tal es el caso, por ejemplo, del lince ibérico, un felino silvestre emblemático de España, que estuvo a punto de desaparecernota 3.

   Pero tal vez el impacto más grave de las redes viarias es la fragmentación que provocan en los ecosistemas. Una carretera es una barrera artificial que rompe la continuidad natural y puede tener efectos muy negativos en la flora y la fauna locales. El ejemplo más claro es el de las carreteras que transcurren a lo largo de áreas boscosas o selváticas, porque se convierten en intrincadas trincheras deforestadas, en abruptas interrupciones de la continuidad de la naturaleza, que se convierte en una especie de puzle o rompecabezas de piezas cada vez más pequeñas. Para entender mejor los efectos que esta ruptura de continuidad tiene en los ecosistemas, pensemos en un campo de fútbol. El terreno de juego es algo más que un rectángulo espacial: es una porción de tierra generalmente con césped y con una estructura determinada, con varias líneas que delimitan distintas áreas con funciones específicas. Además, este terreno es un campo de fútbol no solo por esa estructura determinada, sino porque el conjunto de actividades que se realizan en él (los partidos de fútbol) están sometidas a un reglamento específico. Si se interpone una valla o una alambrada diagonalmente al campo, todo queda trastocado. Es posible que un equipo tenga ventaja sobre otro, en el caso de que sus jugadores estén mejor dotados para saltar sobre la alambrada. O bien, es posible que se desarrollen dos partidos simultáneos entre fragmentos de los dos equipos. Estos dos partidos podrían estar desequilibrados, debido a la desigualdad de las condiciones impuestas por la arbitrariedad de la alambrada, la cual podría llegar a impedir, incluso, el intercambio del elemento básico que permite el juego, es decir, la pelota. Si a esa alambrada se añade otra, y otra, el terreno de juego queda tan fragmentado que resulta imposible continuar con la confrontación deportiva. El campo de fútbol se convierte en un puzle de piezas individuales, en las que quedan atrapados algunos jugadores sin posibilidad alguna de seguir jugando. La perspectiva de campo de juego, de partido en marcha, se pierde por entero, y ya nadie sabe dónde está la pelota. La continuidad del partido se hace imposible, porque las alambradas han desestructurado el terreno de juego e imposibilitan la aplicación de las reglas básicas que gobiernan un partido de fútbol.


Figura 5.1: Efecto de la fragmentación antropogénica en los hábitats naturales, usando como ejemplo un campo de fútbol. Inicialmente, en la imagen 1, el terreno de juego está intacto. En la imagen 2, el campo ha sido fragmentado, y en las porciones resultantes el reglamento se adapta para dar lugar a varios campos de fútbol propiamente dichos, aunque la calidad del juego en ellos es menor de lo que era en el campo original. En la imagen tres, las porciones anteriores han sido, a su vez, fragmentadas, y ahora apenas cumplen las condiciones para la aplicación del reglamento deportivo, por lo que la continuidad del juego se ve amenazada. En la imagen cuatro, nuevas fragmentaciones ha dado lugar a una situación donde es imposible aplicar el reglamento deportivo del fútbol, por lo que el juego se hace imposible.


Notas:

 Para este dato y los siguientes, la referencia ha sido el documento Accidentes de tráfico con animales. Análisis de la situación a nivel europeo y español, Fundación RACC, estudio encargado por la Dirección General de Tráfico (disponible en línea en http://imagenes.w3.racc.es/uploads/file/28592_Estudio_de_accidentes_con_animales__definitivo_-_RACC.pdf?_ga=1.215719696.669955180.1479577872, fecha de consulta: 25/11/2016). Volver al texto
 El lince ibérico es el felino más amenazado del mundo, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Se trata de una especie de felinos de pequeño tamaño, de cola corta, orejas puntiagudas acabadas en unos pelos negros y enhiestos, y dotados de unas características patillas colgantes a ambos lados de las mejillas. Es una especie endémica de la Península Ibérica, y se estima que solo existen cuatro centenares de ejemplares en libertad. Hacia principios del siglo XX ocupaban casi toda la Península Ibérica; hacia 2002 quedaban solo 94 ejemplares, por lo que estuvo a punto de desaparecer. La cría en cautividad ha conseguido recuperar algunas poblaciones pero, a pesar de ello, continúa en claro peligro de extinción: en 2015 solo existían 404 individuos (Longás, 2016). Las causas que han estado a punto de hacer desaparecer esta especie de la faz del planeta son la desaparición o la fragmentación de su hábitat (el bosque mediterráneo) debido a las actividades humanas, las sucesivas epidemias víricas que sufre su principal presa (los conejos, que constituyen el 90% de su dieta), la caza furtiva y los cepos, y también los atropellamientos en la carretera. En 2015 murieron 15 linces por esta causa, una cifra escandalosa, teniendo en cuenta que representa el 3,7% de la población mundial de linces ibéricos que existen en libertad. En casos concretos, como el de esta especie, las carreteras se convierten en agentes claros que pueden contribuir de modo directo a la extinción completa de algunas especies animales. Volver al texto


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jueves, 18 de noviembre de 2021

Las carreteras y el fin de la era del petróleo - Fragmento 12

 

Citación sugerida:
Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.

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5. El otro coste: el impacto ambiental de las carreteras


En apartados anteriores hemos señalado que las carreteras son gigantescas infraestructuras de factura humana, y que solo por la fuerza de la costumbre uno pierde la capacidad de asombro ante las mismas o ante algunas de las obras de fábrica que implican. Esa espectacularidad, junto con su capacidad para permitir la movilidad de personas y mercancías, es muestra de la pujanza de nuestra civilización en este Antropocenonota 1 pero, también, una muestra material y laberíntica de la soberbia humana, cuya ansia de crecimiento sin medida se impone a toda mesura y, en particular, a la necesidad de respetar la naturaleza y a los seres que habitan en ella.

   Uno de los imperativos fundamentales del sistema económico es el crecimiento. Toda ralentización en el crecimiento constante se considera algo negativo, y la posibilidad del decrecimiento es el fantasma que sobrevuela, amenazante, sobre los políticos y los economistas. También las personas comunes tememos el decrecimiento, y ello no solo porque hemos terminado por afiliarnos a ese axioma que concibe la felicidad como la acumulación de los bienes y servicios que el dinero puede comprar, sino también porque asociamos ‘decrecimiento’ a palabras como ‘desempleo’, por ejemplo. El sistema económico neoliberal, tanto en lo práctico (tener un empleo para ‘ganarse la vida’, como si uno no fuera merecedor de vivir si no cuenta con un empleo) como en lo abstracto (una concepción falsa de la felicidad basada en el goce individualista y material) ha terminado por atraparnos a todos en sus redes.

   Si cada vez hay más vehículos en las carreteras ello significa que aumenta la movilidad de personas y mercancías, lo cual es un indicio de la buena marcha del sistema, es decir, de que hay crecimiento. Más vehículos significa que son necesarias más carreteras porque, como ya hemos dicho, nuestros vehículos automóviles, a pesar de todas sus prestaciones y avances, son demasiado remilgados como para adaptarse al suelo natural, siempre irregular en cuanto a relieve y consistencia, y precisan de pistas especialmente acondicionadas para ellos. Los gobiernos, diligentemente, se hacen cargo de esa necesidad, y dedican buena parte de sus presupuestos a ampliar las redes viarias, como ya hemos visto. Por consiguiente, la ampliación continua en las redes viarias, proyecto que abarca a prácticamente todos los países de la Tierra (¿acaso existe alguno que esté desmantelando su red de carreteras?) se convierte en otra imagen material de la obsesión por el crecimiento. Siendo justos, empero, el crecimiento continuado no es solo un postulado del sistema económico, sino que parece inscrito en los genes de nuestra especie, y no ya porque el mandato bíblico del “creced y multiplicaos” así lo estipule, sino porque nuestra cultura, que al cabo es una emanación de la naturaleza, favorece el éxito de nuestra especie. Lo malo de nuestro sistema económico, entonces, no es que postula un crecimiento indefinido, sino el modelo de crecimiento que defiende, basado en una gestión inadecuada de los recursos no renovables del planeta, así como su interpretación de las necesidades humanas, que no involucran solo un estómago lleno hasta reventar, sino también otras variables difícilmente mensurables, como el amor. En cualquier caso, ya se adjudique el hecho del crecimiento continuo a un sistema económico que precisa de revisión en sus presupuestos básicos, o a una necesidad intrínseca de nuestra especie, lo cierto es que el número de humanos crece de manera imparable sobre el planeta, y con ellos crecen, también, sus infraestructuras, entre las que se incluyen las carreteras.

   Rara vez, cuando viajamos con el coche por una autopista, nos asalta la idea de que transitamos por un terreno que ha sido robado a la naturaleza durante cientos de kilómetros, y nos importan muy poco los efectos que la carretera haya tenido sobre la fauna y la flora de los parajes que atraviesa. Apenas sentimos arrepentimiento cuando vemos el cadáver de un animal atropellado, más bien tendemos a culparle por haberse interpuesto en nuestro camino, cuando en realidad fuimos nosotros los que invadimos su territorio. Nosotros no usamos la tierra, nos apropiamos de ella. Dejamos hace mucho tiempo atrás la filosofía de vivir en el mundo, integrándonos con él, cambiándola por la de vivir sobre el mundo, aplastándolo. Este paradigma, llevado al extremo, junto con la obsesión por la movilidad, convertirán el planeta en algo así como una laberíntica red de carreteras de la que solo se salvarán los océanos y las altas montañas, hasta que las ciudades crezcan tanto que, al final, se fundan en una sola, a la manera de Coruscant, capital de la República Galáctica en la saga Star Wars (George Lucas, 1977). Llegados a ese punto, obviamente, ya no se hablaría de carreteras interurbanas, porque habría una única y gigantesca red viaria urbana. Tampoco se hablaría de impacto ambiental, pues no habría ya un medio ambiente natural en ese mundo artificial.

   Afortunadamente, nosotros aún podemos hablar del impacto ambiental de las carreteras, pues todavía existe un mundo natural a nuestro alrededor y tenemos la responsabilidad de cuestionar el efecto que nuestras actividades ejercen sobre él, máxime si dicho efecto, como se discute en este trabajo, podría no tener razón de ser, en el caso de que se demuestre que las redes viarias estarán sobredimensionadas a medio plazo. El primer impacto de una carretera en el medio ambiente es la ocupación exclusiva de suelo, afectación que no es desdeñable teniendo en cuenta la longitud de las carreteras, su anchura, en particular en el caso de vías de gran capacidad, y sobre todo su densidad: la red viaria de un país desarrollado llega a fragmentar el terreno hasta unos niveles que parecen descabellados. Únicamente este impacto, es decir, la pérdida de suelo natural frente al aumento del suelo artificial, ya es considerable, como decimos, teniendo en cuenta que en el terreno ocupado por una carretera la cubierta natural, viva, es excluida, o aplastada bajo una losa de cemento: las redes viarias humanas son sistemas inhóspitos para la vida, sobre todo mientras siguen siendo utilizadas. Cuando son abandonadas, la naturaleza puede volver a reclamar ese territorio robado, aunque quizá sean precisos muchos años, o varios siglos, hasta que las fuerzas naturales terminen por absorber y reintegrar dichos territorios en su seno. Pero la usurpación de suelo natural no es, por sí misma, la más grave de las afectaciones, sino las consecuencias de ello sobre la fauna, la flora, el agua y la tierra. Si es fácil calcular la superficie de suelo que la carretera roba a la naturaleza, sus efectos globales sobre la biosfera son más difíciles de cuantificar, pero sí que han sido estudiados y catalogados y, afortunadamente, cada vez se tienen más en cuenta en los nuevos proyectos viarios. 

   Como en muchos otros asuntos, los humanos cuantificamos muy tarde las consecuencias de lo que hacemos: solo cuando ya hemos parcelado Europa con una vastísima red de carreteras empezamos a preocuparnos por el impacto ambiental que estas provocan, como el fumador empedernido que solo empieza a interesarse por la salud de sus pulmones cuando estos ya han enfermado. Nadie previó durante la Revolución Industrial los efectos catastróficos que se derivarían de esa nueva sociedad maquinista sobre la biodiversidad del planeta, igual que hoy nadie piensa en los efectos que tendrá en nuestra salud el hecho de vivir rodeados por las microondas de alta frecuencia de las redes wifi y de telefonía. Nuestra civilización avanza mucho más deprisa que nuestra comprensión de los efectos que nuestras actividades tecnológicas pueden ejercer sobre nuestro mundo y sobre nosotros mismos. En particular, la densidad de carreteras en los países desarrollados creció mucho más rápido que la toma de conciencia acerca de los efectos nocivos que podían producir en el mundo natural. Generalmente, no tomamos conciencia de aquello que no vemos, que no medimos, igual que el sistema económico no toma conciencia del valor de las labores de un ama de casa, porque esta no cotiza a la seguridad social. Solo cuando, después de décadas de parcelar el terreno con ríos de asfalto, empiezan a ser evidentes sus graves efectos sobre los animales, las plantas y el paisaje, empezamos a considerar el problema y a tratar de cuantificarlo y comprenderlo, fieles a nuestra mentalidad científica. Pero esta mentalidad es todavía muy atrasada, si no somos capaces de anticipar los problemas de nuestra conducta, o de sospecharlos siquiera, antes de que la evidencia nos golpee en la cara y el daño ya sea irreversible. El perjuicio en el tejido natural europeo provocado por las redes viarias es irreparable, pero ello no debe ser motivo para adoptar una resignada pasividad, sino que ha de servir de acicate para evaluar cómo revertir la degradación ya producida, o para estudiar cómo minimizar al máximo los daños que producirán los nuevos proyectos viarios. 


Notas:

  Entre los expertos parece que se abre paso cada vez más la opinión de que hemos dejado atrás el Holoceno, y que el impacto del hombre sobre la tierra ha originado una nueva etapa geológica, el Antropoceno, algo así como la “Edad de los hombres”. Todos los residuos de las sociedades industrializadas están formando, sobre todo a partir del siglo XX, una capa de sedimentos que será identificable dentro de millones de años. Cualquier geólogo del futuro, al analizar las sucesivas capas de estratos en el subsuelo terrestre, encontrará una clara línea de discontinuidad correspondiente a los tiempos en que los primitivos humanos dominaron la tierra, cubriendo los continentes y los lechos oceánicos con los restos materiales de su cultura, modificando el clima y alterando, con ello, el equilibrio natural de la biosfera. Todavía no se ha fijado una fecha oficial para el comienzo de esta nueva era geológica; algunos sugieren que podría relacionarse con la aparición de la agricultura, innovación que ya implicó cambios sustanciales en el medio natural; otros la asocian con la Revolución Industrial del siglo XVIII, mientras que otros piensan que el comienzo debería fijarse hacia 1950, cuando los ensayos con bombas atómicas acabaron por dejar una marca radiactiva en todo el planeta (Waters et al., 2016). Volver al texto

 

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jueves, 11 de noviembre de 2021

Las carreteras y el fin de la era del petróleo - Fragmento 11

 

Citación sugerida:
Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.

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   Pero los importantes gastos relacionados con las redes viarias, tanto en lo que se refiere a la inversión como al mantenimiento, son algo habitual en los países desarrollados, y constituyen un importantísimo desembolso para el erario de los mismos. En Europa, en 2013, Alemania fue el país que más invirtió en carreteras, con alrededor de 10.600 millones de euros, seguido por Francia, con más de 10.200, Reino Unido, con más de 5.800, y España, con más de 4.200. A estas cantidades hay que añadir los costes de mantenimiento, que suelen tener un valor equivalente al de la tercera parte de las inversiones (véase figura 4.2).

Figura 4.1: Inversión en carreteras que realizaron algunos países europeos, en el año 2013. Fuente: ITF y elaboración propia.

   

   Ahora bien, la inversión en carreteras no es la misma año tras año, sino que depende de la coyuntura económica del momento. En particular, la grave crisis económica de 2008 significó una caída en cuanto a la inversión en redes viarias en el conjunto de Europa. Tanto es así que en 2013 se redujo a valores equivalentes a los de 1995. Los costes dedicados al mantenimiento también experimentaron un descenso entorno a esa fecha, aunque no tan espectacular.

Figura 4.2: Costes de inversión y mantenimiento relacionados con las redes viarias en Europa, a lo largo de los años. Fuente: ITF y elaboración propia.


  Con todo, hay que recordar que la reducción en la inversión no significa una reducción en los kilómetros de carreteras construidos cada año (las carreteras no desaparecen, desmantelan o abandonan en periodos cortos de tiempo) sino, a lo sumo, una reducción en su crecimiento. Ello significa que, incluso en contextos económicos adversos, las redes viarias europeas no dejan de crecer, y con ellas crecen, también, los costes de gestión y mantenimiento que los países deberán afrontar en el futuro, así como sus nocivos impactos ambientales. No solo eso; con el crecimiento de las redes viarias, aun en aquellas etapas de carestía en las que parece no haber dinero para otras partidas presupuestarias, los países profundizan en su dependencia con un modelo de transporte terrestre que podría entrar en crisis en los próximos años, debido a su interrelación con un recurso energético que está entrando en decadencia. 


Figura 4.3: Longitud de autopistas (motorways) en Europa a lo largo del tiempo. Las zonas descendentes no significan que hayan desaparecido kilómetros de carreteras, sino la ausencia de datos en algunos de los 33 países considerados, lo que conduce a una infraestimación del total en esos años concretos. La falta de un criterio común en todos los países a la hora de definir los tipos de vía hace difícil encontrar la evolución temporal de la longitud total de las redes viarias, pero las autopistas sirven por sí solas para demostrar la tendencia siempre alcista. Fuente: EUROSTAT.

   Nadie duda de que las carreteras son infraestructuras muy caras, y de que los países europeos dedican cantidades astronómicas a su construcción y mantenimiento, incluso en etapas de ralentización económica general. También es difícil discutir el hecho de que se trata de inversiones justificadas, si uno entiende que el modelo socioeconómico que hemos elegido depende enteramente de la movilidad de mercancías y personas. Sin el transporte por carretera, ya lo hemos dicho en el capítulo anterior, las ciudades dejan de ser lugares habitables dado que, en lo que se refiere a los bienes de primera necesidad, como el alimento, son centros de consumo, no centros productores. Pero esta disociación entre centros productores y centros consumidores se hizo posible, precisamente, por la disponibilidad de un transporte barato y eficiente, como el de carretera. El transporte por carretera, por tanto, ha contribuido a crear un modelo de civilización a su medida, de manera que cuando él decaiga, la civilización decaerá con él. Bajo esta máxima, ¿quién se atrevería a poner en duda las inversiones que se realizan en la ampliación de las redes viarias?

   Es muy difícil, por tanto, rebatir la legitimidad de las redes viarias y la de los esfuerzos que se hacen en su ampliación continua, por mucho que el transporte por carretera sea menos eficiente desde el punto de vista energético que el ferroviario, que sea el principal responsable del cambio climático, y que fragmente gravemente los hábitats naturales. Si todas estas razones no pueden detener el imparable crecimiento de las redes viarias en el mundo, sí podrá, sin embargo, el hecho de que el transporte por carretera depende de un recurso no renovable que se agotará o encarecerá drásticamente en las próximas décadas (el petróleo), sin que haya alternativas claras. Este hecho incontestable sí que permite dudar de la condición hegemónica que ostentan los vehículos de combustión interna a medio o largo plazo. Si cabe poner en cuestión la continuidad del transporte terrestre basado en vehículos que dependen del petróleo, entonces cabe poner en cuestión la magnitud de las inversiones que se realizan en las carreteras. Si el suministro de petróleo barato y abundante, típico del siglo XX, no está garantizado en el siglo XXI, eso significa que la flota mundial de vehículos automóviles no podrá seguir creciendo en las próximas décadas, lo que podría dejar vacías o infrautilizadas muchas carreteras que se proyectan para los próximos años, o quizá algunas de las ya construidas.


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jueves, 4 de noviembre de 2021

Las carreteras y el fin de la era del petróleo - Fragmento 10

 

Citación sugerida:
Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.

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4. Los costes de las carreteras


¿Cuánto cuestan las carreteras? Pueden darse algunos datos, como el coste por kilómetro, las inversiones que se realizan en ellas y los costes de mantenimiento, etc. Pero sin dar ninguna cifra todavía es posible aventurar que se trata de un coste muy elevado, si tenemos en cuenta el tamaño de las infraestructuras que estamos considerando. Pensemos en el edificio más alto que podamos imaginar, un gigante de hormigón, acero y vidrio. Uno puede partir de la base y llegar a la cúspide en pocos segundos, si usa un ascensor; si usa las escaleras, le costará un poco más, sobre todo si no está en buena forma, pero llegará en un intervalo de tiempo razonablemente corto. Pues bien, una carretera también es un gigante de hormigón, solo que tendido sobre el terreno, y tan delgado que parece ser un plano bidimensional. Supongamos que tuviéramos que recorrerla a pie, o a la misma velocidad de un ascensor (entorno a 1 m/s), ¿cuánto tiempo nos llevaría?

   Las carreteras forman parte de nuestra vida, y estamos tan acostumbrados a ellas que ya nadie se impresiona por su longitud o por la profusión de las mismas, pero es necesario recordar que son auténticas mega-estructuras de nuestro tiempo. No hace falta pensar en alguna de las enormes obras de fábrica que requieren algunas vías, como puentes altísimos en los que los coches circulan a cientos de metros por encima del suelo nota 1, o túneles que se adentran en el corazón de las montañas o bajo la tierra nota 2, en los que los vehículos invaden ese submundo intra-terrestre durante kilómetros, ni tampoco hay que traer a colación alguna combinación espectacular entre viaducto y puente sobre el mar que, en cierto momento, se hunde bajo el océano para continuar como un túnel por debajo del lecho marino nota 3. Simplemente, hay que pensar en una autovía normal, cotidiana, de esas que recorremos con cierta frecuencia, y que a primera vista no incluye ninguna obra de medidas faraónicas, más allá de su propia longitud.

   Hablando de medidas faraónicas, ¿qué volumen ocupa la masa de una autopista de, digamos, 177 kilómetros de longitud? Supongamos que consideramos solo la superficie que usan los vehículos, esto es, las dos plataformas. Si cada una tiene 2 carriles y arcenes a ambos lados, y si asumimos una anchura de 3,5 m para cada carril, de 1 m para los arcenes interiores y de 2,5 m para los arcenes exteriores, entonces la anchura total asfaltada de la autopista sería de unos 21 metros. Al multiplicar por la longitud de la autopista tenemos una superficie de 3.717.000 m2. Para el espesor del firme, podemos suponer un valor medio de 0,7 m (Bañón Blázquez y Beviá García, 2000). Si multiplicamos este espesor por la superficie anterior obtenemos un volumen aproximado de 2.602.000 m3. Esta cantidad no nos dice mucho por sí sola, pero empieza a tener algún significado si decimos que ese es el mismo volumen que ocupa la Gran Pirámide de Keops. Desde este punto de vista, y considerando los beneficios en términos turísticos que representan para Egipto sus pirámides milenarias, cabría hacerse la pregunta de si no sería más rentable para nosotros construir pirámides antes que autopistas.

   Bromas aparte, el ejemplo anterior es muy burdo, pues solo compara el volumen, no la masa de los materiales ni los costes de producción, pero se trataba de hacernos a la idea de que las carreteras son obras humanas de tamaño colosal. Y, de hecho, el ejemplo anterior se queda corto, muy corto, pues no tiene en cuenta todo el volumen de tierra, en términos de desmonte y terraplenado, que hay que desplazar para construir una carretera, ni la masa que ocupan los viaductos ni los puentes, ni la que hay que retirar para construir un túnel, ¿no hemos dicho ya (véase nota 3) que hasta se han construido islas artificiales a partir de esa tierra desalojada?

   Apuntar la magnitud espacial que alcanzan las carreteras ayuda a comprender que son infraestructuras de costes muy elevados. Su carácter de esenciales en el mundo actual, debido a un modelo de transporte terrestre hegemónico en el que los vehículos no se adaptan al terreno, sino que precisan que el terreo se adapte a ellos, empero, justifica las enormes inversiones que realizan los países desarrollados en su construcción y mantenimiento. 

   En el caso concreto de España nota 4, el precio de ejecución material de un kilómetro de autovía sobre una orografía llana varía entre 2 y 3 millones de euros; si la orografía es ondulada puede  oscilar entre 3 y 5 millones de euros, y si la orografía es muy accidentada puede oscilar entre 5 y 8 millones. Si además el terreno presenta algún tipo de riesgo geológico o geotécnico, el coste se incrementa en 0,5 millones. Según esto, la autovía de 177 kilómetros, de nuestro ejemplo anterior, costaría, en el mejor de los casos, 354 millones de euros, y en el peor, 1.504,5 millones de euros. Por su parte, las carreteras convencionales son algo más baratas, con un precio que varía entre los 2 millones de euros por kilómetro, en el mejor de los casos, y los 6,4 millones, en el peor. 

Tabla 4.1: Presupuesto máximo de los proyectos de construcción de carreteras en España, en millones de euros por kilómetro, en el año 2010. Fuente: BOE y elaboración propia.


   En el año 2014, España se gastó unos 4.227,545 millones de euros en carreteras. Si se revisan los Presupuestos Generales del Estado de ese año, 2014 nota 5, se tiene que lo que se invirtió en carreteras es muy parecido a lo que se gastó en la política de Gestión y Administración de la Seguridad Social (4.377 millones), o en la de Fomento del Empleo (4.074 millones de euros), es más de lo que se gastó en Sanidad (3.840 millones), y es casi el doble de lo que se gastó en educación (2.175 millones) y casi seis veces más de lo que se gastó en Cultura (718 millones)… A tenor de estos datos, se diría que a los españoles nos interesa más construir carreteras que atajar los altos índices de fracaso escolar, ignorando que el futuro de un país se relaciona más con la educación que con la acumulación de obras públicas, las cuales, en algunos casos, parecen o errores estratégicos o un alarde inútil de ostentación, aunque no nos detendremos aquí a dar ejemplos. Sí parece quedar claro, en todo caso, que lo que España se gasta en carreteras es una cantidad que supera ampliamente otras partidas presupuestarias fundamentales. De hecho, si hubiéramos tomado el año 2009 como referencia, posiblemente los contrastes encontrados habrían sido mayores, pues España se gastó ese año nada menos que 9.370,693 millones de euros en carreteras, es decir, más del doble que en el año 2014. 


Notas:
 El más alto del mundo es el Beipanjiang, sobre el cañón del río Nizhu, al sur de China. Se eleva a 565 metros de altura y mide más de un kilómetro. Algunas fotografías lo muestran, impresionante, conectando dos promontorios montañosos sobre un océano de nubes. En Europa, el más alto es el viaducto de Millau, con 343 metros de altura sobre el río Tarn, en el sur de Francia, y 2.460 metros de longitud. Su gran altura dejaría holgura suficiente bajo el mismo para situar a la Torre Eiffel, lo que da idea del tamaño de sus siete pilares. En días de niebla, estos parecen los mástiles de siete veleros blancos bogando entre las nubes. Eso sí, la espectacularidad de estos puentes, con los que las carreteras dejan de ser infraestructuras reptantes y despegan del suelo para conquistar las alturas, no debe hacernos olvidar que perjudican el perfil natural del paisaje, que ya no se libra de la presencia, no siempre tan fotogénica, de estas mega-estructuras. En el caso del viaducto de Millau, la opinión de su arquitecto, el famoso Norman Foster, acerca de que el puente “surge del paisaje con la delicadeza de una mariposa”, podría ser una opinión subjetiva no compartida por todo el mundo (fuente: http://www.diariodeleon.es/noticias/contraportada/autopista-cielo_172080.html, fecha de consulta: 26/12/20176). Volver al texto
 El túnel más largo del mundo se creó no para el tráfico de carretera, sino para el ferroviario. Se trata del túnel de San Gotardo, en los Alpes suizos. Mide 57 kilómetros de largo, y en algunas zonas soporta por encima de él 2.300 metros de roca. Se trata de uno de esos escasos ejemplos en que el tráfico ferroviario puede contribuir a reducir el de carretera, y no al revés. Otro importante túnel europeo es el Eurotúnel, que cruza el Canal de la Mancha para conectar Francia con el Reino Unido. Cuenta con una longitud de 50,5 km, 39 de ellos discurren bajo el mar. Aunque se trata de otro túnel ferroviario, existe un tren-lanzadera exclusivo para el transporte de vehículos, al que los conductores acceden sin tener que bajarse de los mismos. En cuanto a túneles de carretera, el de Laerdal, en Noruega, es el más largo del mundo, con 24,5 km. En su diseño se tuvo en cuenta el posible agobio o la claustrofobia que podían experimentar algunos conductores al atravesar un túnel tan largo y profundo. Ello derivó en la construcción de tres zonas de descanso, en las que el túnel se ensancha y se convierte en una especie de caverna amplia dotada de una iluminación azulada. En ellas, los conductores pueden detenerse, si lo desean, antes de reiniciar su trayecto a través de las oscuras entrañas de la montaña. Volver al texto
 Hablamos del Øresund, que conecta Suecia con Dinamarca. Se trata de una autopista de 4 carriles y dos vías ferroviarias que, a partir de la ciudad sueca de Malmö, continúan su recorrido sobre el mar, en un largo viaducto que hacia la mitad de su longitud se convierte en un majestuoso puente atirantado, con pilares de 204 metros de altura. Tras ocho kilómetros, el viaducto llega a una pequeña isla artificial y, en ella, se hunde por debajo de la tierra, y tanto la autopista como las vías del tren pasan a discurrir en un túnel, por debajo del lecho marino, a lo largo de 3,5 km. La isla de Peberholm, en la que el viaducto se transforma en un túnel, se construyó a partir de la tierra desplazada por la construcción del mismo. El hecho de que el viaducto se hunda en el mar y se transforme en un túnel submarino permite dejar libre el estrecho de Drogden para el tráfico marítimo (aunque también es posible en el lado del viaducto, dada la altura del puente) y no perjudicar el tráfico aéreo del vecino aeropuerto de Copenhague-Kastrup. Volver al texto
 Los datos siguientes se han obtenido del Boletín Oficial del Estado de 2010 (disponible en línea: http://www.boe.es/boe/dias/2010/12/23/pdfs/BOE-A-2010-19708.pdf, fecha de consulta: 26/12/2016). Volver al texto
 Pueden consultarse en http://www.sepg.pap.minhap.gob.es/sitios/sepg/es-ES/Presupuestos/Estadisticas/Documents/2014/01%20Presupuestos%20Generales%20del%20Estado%20Consolidados%202005-2014%20Ley.pdf, fecha de consulta: 1/2/2017. Volver al texto

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