Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.
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Si cuesta imaginar cómo podría continuar un partido de fútbol en esas condiciones, ante la imposibilidad de aplicar un reglamento de juego diseñado para el campo completo y no fragmentado, imaginemos lo que puede suponer para un ecosistema natural, cuyas reglas son mucho más complejas, la progresiva parcelación impuesta por las redes viarias artificiales. Si la naturaleza no tuviera bastante con afrontar la progresiva colonización de la especie humana, que reclama para sí (para sus ciudades, para sus cultivos, para sus ganados, para su industria, etc.) cada vez mayor cantidad de terreno, además tiene que sufrir la compartimentación cada vez más densa de aquellos territorios que, sin estar definitivamente ocupados por los humanos, sí son espacios que tienen que atravesar de cuando en cuando. Resulta una tragedia el hecho de que, por tener que movernos de un lado a otro, la naturaleza tenga que pagar el precio viéndose rota, dividida, hasta unos niveles que parecen absurdos. En algunos paisajes de Europa parece que la tierra natural es la excepción en una profusión descabellada de carreteras artificiales, en lugar de que las carreteras artificiales sean la excepción en mitad de un paisaje de tierra natural.
Como hemos aventurado en el párrafo anterior, puede ser muy difícil predecir los efectos sobre la flora y la fauna de un ecosistema dado al interponer en el mismo una carretera, y no digamos los efectos globales de una red viaria completa, aunque cada vez se conoce un poco más, e incluso se han hecho estudios que demuestran el extraordinario y dramático grado de fragmentación que ha alcanzado el paisaje europeonota 4. Cuando se piensa en el gravísimo impacto que tienen las actividades humanas en el medio ambiente siempre suele pensarse en la contaminación del aire y del agua, y en los residuos sólidos que inundan la tierra y los océanos. Se presta menos atención, sin embargo, a las heridas permanentes que abren en los ecosistemas nuestras redes de transporte terrestre, y solo se habla de ello cuando el trazado de alguna carretera concreta atraviesa una zona natural especialmente sensible o significativa desde el punto de vista ecológico. Pocas veces se caracteriza el impacto global de todas las carreteras, y ello puede ser, en parte, porque las carreteras son un tipo muy popular de infraestructuras: cualquier político se mete a sus posibles votantes en el bolsillo si garantiza la construcción de nuevas vías, o al menos así parece suceder, todavía, en España. Es fácil decir que una carretera concreta es perniciosa para la flora y la fauna de un lugar, de manera que la opinión pública se manifieste contra ella, pero parece una herejía denunciar que el sistema viario, en su conjunto, es un agente destructivo de la biodiversidad de primer ordennota 5, debido al beneplácito con el que todos los sectores económicos y la propia sociedad acogen todas las políticas orientadas a ampliar las redes viarias. Cualquier política en sentido contrario, que propusiera establecer unos límites a su crecimiento imparable, o la orden de desmantelar algunas vías, encontraría una oposición descomunal.
¿En qué consiste la fragmentación del paisaje, cuáles son sus efectos, y cómo de desastrosa es la situación en Europa?nota 6 Ya hemos anticipado algo con la apresurada y torpe metáfora del campo de futbol de más arriba. Otro ejemplo es el de la alfombra persanota 7: si uno la recorta para obtener 40 rectángulos más pequeños, lo que obtiene no son 40 alfombras persas, sino 40 trozos de tela que se deshilachan por los bordes y que, con el tiempo, se van desintegrando. De la misma forma, un ecosistema es una unidad, una compleja red donde la tierra, el agua, y las especies vegetales y animales han conformado una coexistencia en equilibrio y mutuamente dependiente tras miles de años de interacciones. Si se ve dividido en trozos cada vez más pequeños y aislados, el equilibrio se rompe, el complejísimo entramado global degenera, porque cada porción aislada del ecosistema no puede replicar la estructura global del mismo, resultando imposible que cada una de estas porciones, con sus exiguos recursos, soporte por sí sola la rica biodiversidad original. El ejemplo de la alfombra persa es adecuado también porque, a partir de los pequeños rectángulos de tela deshilachados, se comprende que la recomposición de la alfombra original sería prácticamente imposible. De la misma forma, recuperar un ecosistema que fue densamente dividido por las actividades humanas, y en particular por las redes de transporte terrestre, es inviable. La fragmentación que provocan las redes viarias en el paisaje, cuando es tan agresiva y tan densa como la de algunas regiones europeas, aniquila ecosistemas completos de manera irreversible. ¿Es eso lo que queremos para Europa, un laberinto de carreteras con algunos fragmentos de tierra pelada entre ellas? En esa Europa de asfalto y parcelas de tierras muertas, ¿dónde vivirá el bisonte polaco, el oso pardo escandinavo, el lince ibérico, el reno sueco, el lobo ruso, etc.? Esta fue una vez una tierra indómita, llena de vida, donde los homo sapiens persiguieron a las manadas de mamutsnota 8. ¿Qué va a quedar de esa Europa salvaje y orgullosa cuando finalice este siglo? La cultura de ascendencia europea desarrolló los Derechos Humanos y los viajes espaciales, entre otras cosas, pero no encontró la forma de convivir con la naturaleza sin arrasarla: nuestra cultura vive en guerra permanente con el medio natural desde hace mucho tiempo. No es fácil determinar cuándo empezó este ‘biocidio’ de la naturaleza por parte del hombre, pero claramente comenzó a manifestar su mayor virulencia y capacidad destructiva en el seno de la cultura occidental, y más concretamente, a partir de la Revolución Industrial y la aparición de la economía capitalista.
Uno de los factores que inciden en que la población y las clases dirigentes no hayan prestado atención a los efectos negativos de la fragmentación que provocan las redes viarias es que tienen lugar de manera progresiva, y solo al cabo de varias décadas se hace evidente que un ecosistema completo ha sido destruido. Esta destrucción ha tenido lugar mediante un proceso acumulativo, como ya hemos apuntado: cuando una vía atraviesa un paraje natural, este se vuelve más vulnerable, de ahí que las nuevas vías contribuyan a degradarlo más de lo esperado, y a aumentar todavía más la vulnerabilidad de las porciones cada vez más pequeñas, hasta que puede llegar un momento en el que el hábitat original se desintegre por completo. Las carreteras son como un lento veneno que va inundando la piel natural de la tierra, y la enfermedad solo se hace patente cuando ya es demasiado tarde, igual que sucede con la asbestosis, la afección que las fibras del asbesto provocan en los pulmones. De la misma forma, algunos hábitats que todavía persisten hoy en día están ya condenados, incluso aunque el hombre se extinguiera de repente y se detuviera súbitamente la fragmentación antropogénica del terreno. Los efectos de la fragmentación actual pueden no ser evidentes sino hasta dentro de unas décadas, y es muy difícil revertir sus efectos. Incluso aunque desmanteláramos las carreteras, la degradación de muchos ecosistemas ya ha alcanzado un punto de no retorno y resultan irrecuperables. Un ecosistema es un complejísimo entramado de interacciones entre la vida animal y vegetal, la tierra, el agua y la atmósfera que ha sido lentamente elaborado durante millones de años. No podemos esperar que, después de haberlo degradado en unas pocas décadas, seremos luego capaces de recomponerlo: tenemos mucho talento para la destrucción y la muerte, y muy poco todavía para la creación y la vida.
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