Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.
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Cuando se trata de plantear una nueva vía en una red viaria existente, la opción del viaducto, ya discutida, es la que más garantías ofrece para equilibrar la necesidad humana del transporte por carretera con la obligación de proteger los ecosistemas que la carretera debe atravesar. Los túneles son otra opción aunque, como los viaductos, representan un coste sustancialmente mayor que el de una carretera convencional. Además de suprimir el efecto barrera que lleva a la fragmentación de los ecosistemas, frente a los viaductos tienen la ventaja de no presentar impacto paisajístico. Ahora bien, los túneles representan un gran movimiento de tierras, y la posibilidad de que, tras caer en desuso, terminen por colapsar, con lo que acabarían por afectar a la superficie. En cualquier caso, pueden suponer una buena opción en algunos lugares, mientras que en otros son inevitables para evitar largos rodeos.
En carreteras ya construidas y que ya han fragmentado el terreno natural de manera irreversible, lo único que puede abordarse son medidas paliativas que reduzcan algunos de sus consecuencias nocivas, como el efecto barrera. La idea es recuperar una parte de la antigua conectividad de la zona tratando de enlazar los terrenos de ambos lados de la carretera mediante estructuras específicamente diseñadas para permitir el uso de la fauna local. A veces, ello puede conseguirse con pasos elevados por encima de la vía, es decir, por medio de puentes específicamente acondicionados para que los animales los atraviesen. Cuando estos pasos para fauna son lo bastante anchos como para permitir la continuidad de un hábitat suelen llamarse ecoductos. Estos últimos están cubiertos de tierra y vegetación, de manera que los animales no encuentran discontinuidades que les hagan desconfiar. Se trata de que, al menos a través de ese lugar, el ecosistema fragmentado por la vía conserve todavía cierta conectividad natural entre las dos partes divididas, a ambos lados de la vía. Para ello tienen que ser diseñados cuidadosamente. Deben ser lo bastante anchos como para que los animales no experimenten la sensación de sentirse encajonados, o disuadidos ante el ruido del tráfico inferior, y sus bordes deben estar provistos de barreras protectoras o de vegetación de cobertura, también para limitar el ruido del tráfico en el ecoducto e impedir la visión de los veloces automóviles que pasan por debajo. Para que sean efectivos, además de las medidas anteriores deben ser diseñados de manera que el terreno circundante o la vegetación contribuyan a encauzar a los animales a pasar por el ecoducto, en lugar de que intenten hacerlo atravesando la carretera, que debe también estar provista de barreras. Estos ecoductos suelen planificarse en nuevas carreteras que atraviesan espacios protegidos, en los que el efecto barrera de la nueva vía sería desastroso. No obstante, a lo largo de Europa también empiezan a darse casos de construcción de pasos superiores de fauna y ecoductos en carreteras ya construidas. Es evidente, en cualquier caso, que una fractura kilométrica en el ecosistema debida a una carretera tiene efectos nocivos sobre el mismo, y no está claro que estas conexiones puntuales (pasos de fauna o ecoductos) vayan a impedir la degradación natural del lugar. No obstante, su necesidad es clara, sobre todo en vías de gran anchura o de varias calzadas separadas: construir una serie de ecoductos hace que se conserve, al menos, una mínima conexión natural entre los dos lados de la vía, permitiendo el flujo migratorio, genético, y de búsqueda de recursos de la fauna. Si los ecoductos son suficientes por sí solos para salvar un hábitat fragmentado por una carretera de la degradación es difícil saberlo, dado que involucra observaciones a largo plazo, mientras que estos puentes específicos para animales son soluciones relativamente nuevas que, en el caso de construirse sobre carreteras existentes, conectan hábitats que ya han sido perjudicados.
Otra solución son los pasos inferiores de fauna, que transitan por debajo de la carretera. Algunos son lo bastante grandes como para permitir el paso de grandes mamíferos, y en ocasiones son compartidos por el hombre. Otros son pequeños pasadizos o túneles, específicamente pensados para algunas especies de pequeños mamíferos. En estas infraestructuras, el diseño también es fundamental. Es preciso guiar a los animales mediante vallas, vegetación, rocas, o muros para que desistan de cruzar sobre la carretera y utilicen el paso inferior, y las dimensiones del mismo deben ser adecuadas al tipo de animales que lo utilizarán, además de estar posicionados de manera que no queden inundados o colmatados por sedimentos. Como en el caso de los ecoductos o los pasos superiores de fauna, los pasos inferiores pueden ser cruciales para asegurar el mantenimiento de una mínima continuidad natural entre los dos lados de la carretera, pero no garantizan que el ecosistema fragmentado por ella no vaya a seguir degradándose.
Los pasos superiores e inferiores de fauna pueden entenderse como pequeños puntos de sutura que tratan de cerrar una herida abierta. Los ecoductos son proyectos más ambiciosos que mejoran algo más la conectividad entre los hábitats a ambos lados de la vía, pero también son más caros y, aunque existen varios ejemplos en Europa, todavía no forman parte del vocabulario popular. Con todo, el hecho mismo de que existan estas infraestructuras en Europa significa que, al menos, comienza a haber una mínima conciencia en las administraciones con respecto a los graves perjuicios que provocan las carreteras en el medio natural europeo. Solo el tiempo demostrará el grado de eficiencia de estas medidas paliativas, puentes o túneles diminutos en mitad de larguísimas y laberínticas fallas de asfalto.
Aparte de los viaductos, los túneles, los pasos superiores e inferiores de fauna y los ecoductos hay otras medidas que pueden contribuir a reducir la fragmentación que provocan las carreteras en el paisaje que se relacionan con el propio diseño de la red viaria o de sus nuevos tramos. Por ejemplo, debería evitarse la construcción de una nueva carretera si su función podría ser cubierta por una carretera ya existente después de algunas mejoras o actualizaciones destinadas, por ejemplo, a aumentar su capacidad. Las nuevas carreteras tampoco deberían distribuirse caprichosamente por el territorio, sino aprovechar otros trazados ya existentes: dos carreteras que fluyen muy juntas, o una carretera que discurre junto a una vía de tren, presentan un efecto barrera muy alto, pero fragmentan el paisaje menos de lo que lo harían si estuvieran separadas (véase nota 15). También hay que evitar las intersecciones demasiado amplias, que devoran el terreno, o las vías de circunvalación que discurren lejos de las urbanizaciones que deben rodear. No olvidemos, por otro lado, que las carreteras conectan asentamientos humanos (residenciales, industriales, etc.) y que, por consiguiente, la manera en que estos se distribuyen por el paisaje condiciona la distribución de las carreteras necesarias para conectarlos. De ello se sigue abogar por un urbanismo más comedido, con mejor aprovechamiento del espacio, y en el que se reduzcan al mínimo las vías de intercomunicación entre las urbanizaciones, que pueden quedar conectadas mediante vías de servicio a una ruta principal.
En definitiva, puede decirse que debemos entender la tierra como un fluido, y que nuestras carreteras, nuestras ciudades, nuestra agricultura, etc. representan la construcción de presas que evitan el flujo de la vida. Aquí hemos discutido los efectos de la fragmentación que provocan las redes viarias, pero la parcelación antropogénica del territorio se debe también a las ciudades, las urbanizaciones, los polígonos industriales, la agricultura, las tierras dedicadas a pastos, la minería, la tala de bosques, las presas, las alambradas, las vallas y los elementos que delimitan las propiedades privadas, etc. Es muy difícil saber el efecto global de esta fragmentación masiva del mundo natural, entre otras cosas porque sus consecuencias podrían no ser visibles hasta dentro de varias décadas. La degradación de los ecosistemas europeos a día de hoy no responde a los efectos de la fragmentación de ahora mismo, sino a la de décadas atrás y a sus efectos acumulativos. Del mismo modo, los verdaderos efectos nocivos de la fragmentación actual podrían no ser visibles hasta dentro de varias décadas. Ello debería convencernos de la urgencia de hacer frente al problema. Si no hay certidumbre completa acerca de cuál será el estado del medio natural europeo debido a la fragmentación antropogénica de los hábitats de hoy en día, sí podríamos afirmar que será peor al actual si seguimos por el mismo camino.
Se han puesto de manifiesto en los párrafos precedentes los graves efectos que tienen las carreteras en los ecosistemas naturales, y se han discutido algunas medidas que pueden contribuir a reducirlos. Es evidente, sin embargo, que cuando se plantean infraestructuras que pueden tener impactos muy negativos en el medio ambiente, la primera condición es evaluar de manera realista las necesidades que pretenden cubrirse con su construcción, de manera que el proyecto se dimensione adecuadamente. Un proyecto sobredimensionado, preparado para cubrir necesidades mayores que aquellas a las que finalmente tendrá que hacer frente, involucra no solo un despilfarro económico, pues se ha gastado más de lo que debía gastarse, sino también un impacto sobre el medio ambiente mayor del que era estrictamente necesario. Una carretera está sobredimensionada si su capacidad supera los niveles de tráfico habituales que tendrá que servir. De la misma manera, una red viaria completa estará sobredimensionada si está preparada para dar servicio a una flota de vehículos superior a la que la utilizará normalmente, en la práctica. En general, los sistemas viarios se proyectan suponiendo que siempre habrá un aumento de la demandanota 19, es decir, que siempre habrá más y más coches circulando por ellas, siguiendo una tendencia alcista e imparable ante la que nadie osaba predicar un final. El problema de hoy en día es que el final de esa tendencia alcista podría estar en ciernes.
Es cierto que no se puede culpar a las administraciones de proyectar las carreteras no de acuerdo a la demanda actual de tráfico, sino bajo la suposición de un aumento de la misma, porque tal ha sido la tendencia de todo un siglo. La flota mundial de vehículos automóviles no ha hecho más que aumentar y aumentar durante todo el siglo XX, por lo que estaba justificado aumentar las redes viarias no ya para satisfacer el tráfico actual, sino pensando en el tráfico del futuro, que se asumía siempre superior en volumen al actual. Como hemos apuntado, ¿quién puede culparles de esa asunción, si ha sido la máxima que ha descrito todo un siglo? Uno de los principales axiomas del sistema económico, el que parece postular la posibilidad de un crecimiento perpetuo, coincidía, pues, con los hechos contrastables, pues el número de automóviles en el planeta no dejó de crecer de manera espectacular durante 100 años. La evidencia de este hecho, y del crecimiento imparable de los países industrializados, disuadía los esfuerzos de poner en cuestión ese axioma y su evidente irracionalidad, pues no es posible un crecimiento ilimitado a partir de unos recursos materiales y energéticos limitados.
Pero nos avocamos a un tiempo en que los hechos podrían empezar a desviarse cada vez más del axioma del crecimiento, con lo que su irracionalidad se pondría de manifiesto por la fuerza de las evidencias. En particular, el progresivo encarecimiento de los combustibles fósiles provocará, aparte de una ralentización global en la economía a nivel mundial, una reducción paulatina de la flota mundial de vehículos automóviles, lo cual conducirá a más y más carreteras vacías. Ignorar estos hechos, y seguir proyectando las carreteras, aquí y ahora en el siglo XXI, igual que se hacía en el siglo XX, como si el tráfico fuera a seguir aumentando para siempre, puede ser un grave error estratégico. Las carreteras, como hemos visto en el capítulo anterior, suponen un enorme sacrificio económico para los Estados. Suponen, también, y como hemos visto en este capítulo, la degradación de muchos ecosistemas, de manera que en algunas zonas de Europa la situación es tan dramática que apenas existe en ellas algún rastro de los hábitats naturales originarios. Siendo esto así, y añadiendo los indicios que sugieren para las próximas décadas la escasez o el encarecimiento irreversible de los combustibles líquidos, parece lícito cuestionarse los nuevos proyectos viarios que se planean para los próximos años en todo el mundo y, especialmente, en Europa, dado que nuestro continente es uno de los más fragmentados del mundo debido a las redes viarias.
Notas:
19 En ingeniería del tráfico se habla de distintas fases en el planeamiento vial: análisis de la situación actual, análisis de la situación futura, evaluación de posibles opciones para conseguir los objetivos perseguidos, selección de la opción más conveniente y su puesta en práctica. La fase de análisis de la situación futura involucra una serie de modelos matemáticos que, entre otros objetivos, buscan estimar el tráfico del futuro en relación con el actual. De entre los métodos habituales (el del factor uniforme, el del factor promedio y los exponenciales) todos incluyen un factor de crecimiento, es decir, suponen que el tráfico del futuro será mayor que el actual. Se admite que el cálculo de dicho factor depende de muchos factores externos a las redes viarias y que son de difícil estimación, como la evolución de la economía, de la actividad industrial, o de las decisiones políticas, por consiguiente, conseguir una estimación precisa de ese factor es casi imposible, sobre todo a largo plazo (Bañón Blázquez y Beviá García, 2000). Con todo, el hecho de que se le llame ‘factor de crecimiento’ es significativo, porque implica que la suposición de que la demanda de tráfico es una magnitud que siempre sigue una tendencia creciente está firmemente consolidada. Volver al texto
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