Las indagaciones sobre la identidad europea han llenado muchos libros y generado mucha controversia. Independientemente del resultado, todos esos trabajos tienen un valor eminente en sí mismos, pero no pueden aportar conclusiones pragmáticas de cara a la acción. Si fuera posible afirmar con rotundidad que existe una «identidad europea», entonces no tendríamos que emplear tanto esfuerzo en buscarla y, todavía más, no tendría sentido nuestra aspiración de una Europa unida, porque si todos los europeos compartieran una misma identidad, en cierto modo, ya podría hablarse de un solo pueblo europeo y no tendría sentido luchar por su unidad. Parece claro que no es posible aplicar toda la rigidez del término identidad a algo tan vasto y plural como el conjunto de los pueblos europeos, así que muchos podrían decantarse por considerarla como algo múltiple, con lo que la dificultad es la misma que con el concepto «cultura», y uno pierde un tiempo y unas energías valiosas en vanas cuestiones semánticas que en nada ayudan a la acciónnota 4.
La búsqueda de una identidad europea a priori es, además, peligrosa, pues a fuerza de perseguir la unidad podría provocarse justo lo contrario. Siempre será materia de controversia definir con precisión lo que es europeo y lo que no lo es. Ya hemos aludido al caso de Rusia y Turquía. Por otro lado, dada la herencia cristiana de Europa —hasta el punto de que, por mil años, su nombre fue «cristiandad»—, muchos se preguntarían si los europeos musulmanes participan o no de esa identidad europea. El término identidad es un concepto excluyente, pues la definición de ‘lo que es’ implica, necesariamente, la identificación de ‘lo que no es’. Si se adopta oficialmente una definición de «la identidad europea», muchos pueblos, aquellos que no coincidan exactamente con las tendencias predominantes en esa identidad artificial, quedarán automáticamente excluidos de Europa porque, de no ser excluidos, muchos dirían que la identidad europea es algo laxo y débil, otro término europeísta más que queda sobre el papel sin una realización concreta. Ambos extremos —el de una identidad fuerte y excluyente que genere disensión y conflicto, y el de una laxa, débil o titubeante que, al cabo, no sirva para nada— han de evitarse. ¿Y cómo compaginar, además, las identidades nacionales con una especie de superidentidad supranacional? La respuesta vuelve a ser que no se puede si uno da al término identidad todo su valor semántico.
Precisamente, la búsqueda de una identidad europea adolece del punto de vista nacionalista. Se adopta el modelo del Estado nación como modelo organizativo para Europa, se admita o no, y así, se le da a esta una bandera, un himno y se le busca una identidad. Y eso es un despropósito, porque Europa no puede convertirse en una supernación. El proceso de conformación de un Estado nación casi siempre ha tenido un carácter violento o provocado un efecto subyugante sobre los pueblos preexistentes. Un poder central ha impuesto una lengua, unas tradiciones, unas formas de organización, etc., persiguiendo su legitimación con la elaboración de un relato patriótico que busca argumentos en la raza, la religión, el orgullo, etc. En otras palabras, se impone una identidad, lo cual constituye siempre una unificación violenta que excluye las peculiaridades de los territorios de partida.
Es evidente que ese no es el camino que debe seguir Europa; no es admisible una unificación (entendida esta como homogeneización) cuando lo que en realidad se busca es la integración, por lo que el debate de una identidad, a priori, carece de sentido. En todo caso, una «identidad europea» sería un efecto a posteriori del proyecto de integración europea. Si se plantea a priori, como se está haciendo, será vista como una fuerza coactiva que despertará múltiples recelos, que estará llena de controversia y que, en fin, no contribuirá a unir a los europeos, todavía demasiado deudores del mito de sus identidades nacionales.
Podríamos resumir lo dicho sobre la identidad europea y sobre la mayor parte de este apartado enunciando que, en el terreno de la acción, lo que «somos» es secundario frente a lo que «queremos» y lo que «hacemos» para conseguirlo, porque de hecho es lo que queremos y lo que hacemos lo que, a la postre, determinará lo que somos. Todo debate acerca de lo que «somos» los europeos, aun si alcanza alturas ontológicas en apariencia fútiles, es plenamente legítimo y admirable en otros ámbitos, pero no es adecuado en el sendero de la acciónnota 5 .
Notas
4 Decía Ortega y Gasset que «el egoísmo es laberíntico […]. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte, doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar dentro de sí» (Ortega, 2009, p. 19) También: «La vida humana, por su propia naturaleza, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa y humilde, a un destino ilustre o trivial. […] en estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse» (ibidem, p. 18). Tal vez la búsqueda de una identidad para Europa tiene esa naturaleza laberíntica que no lleva a ninguna parte y viola la natural inclinación de la vida humana, colectiva en este caso, de estar entregada a algo, a una meta o un sueño, que en este caso es la unidad de Europa, porque la vida, al fin y al cabo, es «lo que podemos ser, vida posible», y nuestra tarea no debería ser tanto enfrascarnos en determinar lo que somos (individual o colectivamente) como la de decidir qué es lo que queremos ser. Debemos evaluar las circunstancias que nos ha tocado vivir, desde luego, pero no con vistas a evaluar lo que somos, deteniendo con ello el flujo de nuestra vida a fuerza de mirarnos el ombligo, sino con vistas a determinar lo que podemos ser y las fuerzas y herramientas con las que contamos para conseguirlo. Volver al texto
5 Dice Aristóteles sobre el estudio de la virtud ética que «no investigamos para saber qué es la virtud, sino para hacernos buenos, pues [en otro caso] no tendría nada provechoso» (Sverdloff, 2007, p. 52). De la misma manera, tratamos de no indagar aquí en lo que Europa es o deja de ser (como hacen los discursos acerca de la identidad), sino acerca de lo que debemos hacer para garantizar la paz, la libertad y la prosperidad de los europeos. Ello pasa por adoptar medidas que los acerquen los unos a los otros para que superen todo aquello que los separa y que los ha llevado, en otras épocas, a matarse o a competir más o menos ferozmente por el espacio, por las materias primas, por la búsqueda de la hegemonía política, económica, ideológica, religiosa, etc. Volver al texto
< Fragmento anterior Índice de fragmentos Fragmento siguiente >