Hemos respondido a una pregunta que podría enunciarse como «Si los europeos se encuentran divididos y no se sienten como un solo pueblo, ¿qué es lo que los separa?». La hemos contestado diciendo que lo que los separa es, precisamente, creerse separados bajo la influencia de una falsedad alimentada por fuerzas impositivas desde arriba: la falsedad de que sus diferencias tienen necesariamente que dividirlos y mantenerlos apartados, y que la naturaleza de esa división es la de ser un imperativo categórico e inevitable, en lugar de una mera convención que podría ser superada.
No vamos a analizar los mecanismos por los que la identidad nacional se interioriza y perpetúa en las personas, ni vamos a iniciar un ataque frontal contra las fuerzas coercitivas o coactivas que mantienen esa ilusión anacrónica, en parte porque sería una batalla perdida. No tenemos medios para bloquear el surtidor de agua contaminada; sí podríamos, en cambio, decirle a la gente que dejara de beber, es decir, que comprendieran la carga de convención, arbitrariedad y violencia implícita a su identidad nacional cuando esta se asimila con la identidad personal. Pero también esa sería una tarea de enormes proporciones y posiblemente condenada, pues no pueden superarse los nacionalismos en tanto que existan sus realizaciones más espeluznantes: los Estados nación. Vale decir, siguiendo con el ejemplo anterior, que mientras existan los surtidores de agua contaminada seguirán existiendo los incautos que la beban.
Nuestro camino es otro. Consideremos la pregunta siguiente: de todas las diferencias que existen entre los europeos y que han servido de excusa para legitimar la división entre los mismos, ¿cuál de ellas es, a día de hoy, la que con más fuerza, por su evidencia, podría ser vista o utilizada como agente separador? Ya hemos hablado del sentimiento nacional y de cómo, en realidad, constituye una construcción que se fundamenta en aportar un cariz fragmentario y separatista a una diversidad original neutra. Así que no es un factor divisor en sí mismo, sino que hace que unas diferencias subyacentes sean vistas como elementos de división. Nos parece que entre un español y un alemán el amor a una bandera, a un himno o a un metarrelato nacional no es el principal factor de división a día de hoy. Pueden sentirse divididos por la diferencia de poder adquisitivo, por el disfrute de un mayor o menor número y calidad de prestaciones sociales, por unas tradiciones populares distintas, etc., todas ellas diferencias debidas a su distinto lugar de nacimiento y, por tanto, a su diferente nacionalidad, pero no es un término abstracto como «nacionalidad» lo que los separa. La era del chauvinismo, de las naciones elegidas o encumbradas al estatus de cabezas de imperios, del orgullo patrio fanático e incondicional, parece haberse terminado o estar en claro retroceso.
La nacionalidad no es el agente separador, sino que lo es la pluralidad misma acaparada por el espejismo nacional, la diversidad natural reconvertida en fuerza segregadora bajo dirección geopolítica. Cabe preguntarse, pues, qué dimensiones de esa pluralidad son las más susceptibles de dicha reconversión violenta.
La diversidad étnica no parece figurar en las primeras posiciones. Aunque fue solo hace 80 años que el argumento de la raza preeminente fue una de las excusas empleadas por un régimen fascista para impulsar su espantoso desvarío imperialista, y aunque a día de hoy existen muchos movimientos políticos de corte xenófobo en Europa, parece que la raza ya no es vista como un factor de separación entre los europeos. En toda Europa niños de diversas etnias y procedencias se educan juntos, lo que dará lugar a sociedades cada vez plurales y tolerantes. Ningún ciudadano europeo medianamente formado concedería algún crédito a la segregación por raza, por sexo, por orientación sexual, religiosa, etc. Eso no significa que no existan grupúsculos radicales que deben ser observados con preocupación, sobre todo en contextos de crisis económicas, en los que cualquier político sin escrúpulos puede echarle la culpa al «otro» si con ello obtiene algún rédito electoral. Ciertamente, las naciones usaron el principio de la raza como motivo de exclusión, de escrutinio, de control, pero a menudo se confundía intencionadamente el concepto de raza con el concepto de pueblo, con el particularismo cultural o lingüístico de un determinado grupo. Germanos, galos, eslavos, celtas, íberos, etc. no eran razas en sí mismas, pues la raza entronca con presupuestos antropológicos mucho más remotos que los presupuestos culturales que dan origen a esos pueblos o grupos de pueblosnota 4 . Son la existencia de estos grupos humanos y sus particularismos culturales de lo que las naciones se auxiliaron para dar más peso al proceso de su constitución.
En un caso extremo en el que la cualidad étnica hubiera sido el verdadero pretexto para la organización política del continente, Europa se habría organizado en base a cinco potencias, una por cada grupo étnico (el nórdico, el oriental, el mediterráneo, el alpino y el dináriconota 5 ). Hoy día representa del todo un anacronismo pensar que lo que impide que los europeos se perciban como un solo pueblo tiene que ver con motivos étnicos. No se considera, entre personas con un mínimo nivel cultural, que una diferencia morfológica evidente como el color de la piel pueda ser motivo de división. Ni mucho menos lo serían diferencias étnicas más sutiles, como las que distinguen a los cinco grupos étnicos antes mencionados. Y, desde luego, si se asocia lo étnico con los pueblos antiguos de Europa (erróneamente; véase nota 4), con más razón no puede ello constituir un motivo de división, dado que ningún español de hoy día puede aseverar que sus ancestros fueron celtas, íberos, romanos, visigodos, etc.
Ya hemos mencionado que ningún europeo diría que la religión es un factor de segregación en la Europa de hoy. Aun cuando puede afirmarse que el cristianismo, bajo su diversidad de confesiones, sigue siendo el culto dominante en Europa, no por ello se asemeja lo cristiano con lo europeo —aunque así fuera por espacio de 1000 años— y, por tanto, no podrá decirse que un ateo, un musulmán o un budista son menos europeos que un católico, un protestante o un ortodoxo. Y entre la gran mayoría cristiana muy poco cuenta como factor efectivo de separación si unos se encuentran representados por el pontífice romano, por el patriarca de Constantinopla o por el arzobispo de Canterbury. En otro tiempo, católicos y protestantes se enfrentaron en cruentas batallas que tiñeron de sangre el continente, pero la religión rara vez era el detonante, sino la excusa para satisfacer la ambición de una potencia o un emperador. ¿Y cómo una religión que predica la fraternidad —adjetívese como católica romana, luterana, anglicana, ortodoxa, etc.— podría ser el detonante de una guerra fratricida? La religión, en particular la cristiana, que tiene como ninguna otra la premisa del amor entre los hombres, es un ejemplo de cómo una diversidad, de cultos en este caso, que no tendría por qué generar fricciones violentas —pues se sustentan, dichos cultos cristianos, en una misma base: el mensaje de Cristo—, es convertida por la política de los dirigentes en un pretexto para llevar a cabo sus ambiciones. Pero hoy día, en términos paneuropeos, es decir, exceptuando casos aislados en los que también podría aducirse que los motivos de fondo son políticos y no religiosos, la discreta diversidad de cultos (discreta porque la mayoría de ellos responde al denominador común de «cristianismo») no es uno de los factores que impide que los europeos se sientan como un solo pueblo.
Notas:
4 Ernest Renan, en su discurso en la Sorbona, París, titulado «¿Qué es una nación?» establece que la raza no es determinante en el proceso de constitución de una nación, y que si así se ha dicho es porque se confunde el concepto de raza con el de grupo humano diferenciado culturalmente, lingüísticamente, etc. La raza es un concepto zoológico anterior a la cultura humana y es solo en el seno de esta última donde podemos hablar de pueblos germanos, eslavos, etc. Estos grupos son hechos históricos, mientras que las razas humanas propiamente dichas son muy anteriores a la historia; su origen se pierde en «tinieblas incalculables». Por tanto, el concepto de «raza» no tiene una verdadera aplicación política; Renan afirma que «la conciencia instintiva que ha presidido la confección del mapa de Europa no ha tenido en cuenta para nada la raza, y las primeras naciones de Europa son de sangre esencialmente mezclada» (Renan, 1882).Volver al texto
5 Tomamos estos grupos étnicos de La Unión Europea y su política educativa, volumen 1 (Valle, 2006, p. 12).Volver al texto
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