No obstante lo cual, hay que decir que una mayoría de europeos se adscribirían, en su noción de sí mismos, al calificativo de laicos, como laicos son también los Estados, algo que puede considerarse implícito en la intersubjetividad europea. Independientemente de que el cristianismo y sus valores formen parte de dicha intersubjetividad, lo mismo que las catedrales góticas forman parte del paisaje arquitectónico europeo, un elevado porcentaje de europeos no vive bajo los designios de ninguna doctrina y solo esporádicamente, por motivos de tradición, se acercan a lo religioso en determinados actos sociales. Lo mismo que la ética cristiana se encuentra asimilada en la intersubjetividad europea, sin que ello implique que sea un decisivo catalizador de la misma, también hay que decir que la no injerencia de los temas religiosos en los asuntos de Estado es una característica básica de lo europeo. Por ello, los artífices de la unidad europea, lo mismo que deben estar vigilantes frente a fuerzas centrífugas perniciosas como los movimientos xenófobos, han de estarlo también frente a todo grupo de corte religioso, sea su factura cristiana o musulmana, que atente contra el principio de libertad religiosa y de laicidad del Estado. La unidad europea se conseguirá potenciando las bases de la intersubjetividad europea que se relacionan con la razón, la libertad, la tolerancia, etc., y no socavando dichas bases con posturas u opiniones más propias de la Europa preilustrada.
La variedad cultural europea tampoco es un factor claro de división. El mismo proceso de globalización hace que no haya muchas diferencias entre un europeo y un canadiense, por ejemplo. Cada región de Europa tiene sus particularidades, sus usos y costumbres, que acaban formando parte indisoluble de la propia identidad. Pero, sobre todo en las nuevas generaciones, una cada vez mayor movilidad por motivos de estudio, de trabajo y de ocio, y una red de comunicaciones mucho más densa que en tiempos pretéritos ha conllevado que los particularismos, si alguna vez fueron usados como motivos de separación, estén dejando de serlo. Los europeos no dejarán de considerarse como un único pueblo solo porque sus hábitos culinarios puedan ser diferentes, o porque los europeos del sur trasnochen mientras que los del norte se vayan antes a la cama, o porque unos vean condicionada su vida por duros inviernos mientras que otros viven bajo temperaturas más agradables. Todas las variaciones climáticas y geográficas, así como todas las tradiciones heredadas de las generaciones anteriores, con toda su carga de folclore y localismo, no reflejan en sí mismas sino una pluralidad inocua que en nada participa en la división de los europeos, a menos que explícitamente algún desaprensivo la utilice para exaltar el orgullo y alimentar un particularismo narcisista.
Deliberadamente hemos dejado para el final el ámbito que nos parece, a día de hoy, la mayor expresión de la diversidad europea, y precisamente por ser la mayor expresión es, también, la que más se presta a ser tomada por división, la que más impide que los europeos se perciban a sí mismos como un solo pueblo.
Por todo lo dicho hasta ahora parece que dos europeos, tomados al azar, a ser posible con una gran distancia entre sus lugares de nacimiento, no experimentarían ninguna sensación de extrañeza mutua solo por tener nacionalidades diferentes. Tampoco el hecho de que procesaran distintas religiones, lo cual es algo no aparente a simple vista, constituiría un obstáculo para su interrelación. Algo que sí es aparente sería el color de la piel. Aunque el azar probablemente habría seleccionado a dos individuos de piel clara debido a la mayor abundancia del grupo étnico con esa cualidad en el continente, de tener uno de los individuos ancestros africanos y ser, por tanto, de tez oscura, no por ello ambos individuos considerarían sus distintos pigmentos de piel como un obstáculo para su interacción como personas civilizadas. El hecho de que uno acostumbrara a tomar el té a una hora fija y el otro a dormir la siesta, de que uno viviera junto al mar y otro en el interior, o de que tuvieran conceptos diferentes acerca del invierno —blanco y nevado para uno, y seco y suave para el otro— no significaría tampoco que ambos estuvieran abocados a rechazarse como extraños o a que no pudieran sentirse como miembros de una misma comunidad.
El verdadero hecho diferenciador, frente al cual todos los anteriores son más bien superfluos e insignificantes, podría ser el idioma. Muy probablemente, estos dos europeos elegidos al azar tendrían lenguas nativas diferentes. Muy probablemente, también, ninguno de los dos dominaría la lengua del otro o ninguno de los dos dominaría una tercera y misma lengua para ambos con absoluta soltura. De pertenecer ambos a rangos de edad bien determinados —ancianos o niños— posiblemente no serían capaces de comunicarse más que en sus respectivas lenguas nativas; los ancianos porque no gozaron de un sistema educativo como el actual, y los niños y jóvenes porque aún no habrían tenido tiempo de aprender otra lengua. De ser dos individuos jóvenes o de mediana edad, tal vez la educación básica, otros estudios avanzados o el trabajo les hubiera provisto de ciertas competencias comunicativas en una lengua diferente de las suyas, pero aun así parece bastante acertada la afirmación de que estos dos europeos no serían capaces de comunicarse con fluidez.
Aun cuando ambos dijeran dominar una lengua franca común, como el inglés, la competencia comunicativa entre los dos no sería nunca la misma que la que tendrían al hablar con personas de su misma lengua. De repetirse el experimento un número incontable de veces, pensamos que en la mayoría de las ocasiones los dos elegidos tendrían serias dificultades para tener una conversación fluida. Las más de las veces tendrían que ayudarse de la mímica o de recursos extralingüísticos, y su interacción estaría marcada por una evidente incompetencia comunicativa. En algunos casos extremos no podrían compartir ni una sola palabra que fuera inteligible, simultáneamente, para ambos. Y en el otro extremo, si los elegidos fueran personas de alto nivel académico y hubieran dedicado años a estudiar una lengua extranjera, y coincidieran en la misma, podrían comunicarse, ciertamente, pero nunca lo harían con la soltura y la convicción que conseguirían expresándose en su propia lengua materna. Salvo en casos muy puntuales, en que los elegidos fueran personas perfectamente bilingües y conocieran a la perfección un mismo idioma común, lo cierto es que el experimento demostraría, pensamos, que de dos europeos elegidos al azar, la cualidad que más dificultaría una interacción comunicativa competente entre ambos sería su pertenencia a comunidades lingüísticasnota 6distintas.
El multilingüismo europeo, entonces, es lo que más dificulta que los europeos se perciban a sí mismos como un solo pueblo. Si entre dos personas no está garantizado el ejercicio de la capacidad más básica —y más genuinamente humana— necesaria para el entendimiento y la interacción social, es decir, la comunicación lingüística, ¿cómo podrá esperarse que esas dos personas se sientan pertenecientes a un solo pueblo? ¿Cómo evitar que esas personas no se vean entre sí con extrañeza, por grande que sea el respeto mutuo, la afinidad cultural, la cercanía geográfica, la influencia de una memoria histórica común, y por intensa que sea la adscripción de ambas a una misma intersubjetividad?
Constituye un despropósito plantear la lucha por una unidad europea y una fraternidad continental sin tener en cuenta que los europeos ni siquiera son capaces de comunicarse entre sí, es decir, sin tener en cuenta que dos europeos elegidos al azar se ven obligados a hacer malabarismos para entenderse, porque lo que escuchan del otro viene a ser lo mismo que un balbuceo ininteligible. No puede establecerse, con propiedad y seriedad, que existe una identidad europea si la más elemental de las interacciones humanas —la lingüística— ni siquiera está garantizada entre dos europeos cualesquiera. Es poco razonable suponer que dos europeos puedan experimentar una sensación de intensa afinidad y puedan ver materializarse en sus vidas la intersubjetividad de la que son partícipes, según la postulación de los académicos, si cualquiera de ellos encontraría igual de difícil comunicarse con un europeo que con un chino. Si tan grande, tan importante y tan necesaria es nuestra aspiración hacia la unidad de los europeos, cabe que nos preguntemos por qué no se ha abordado con seriedad y determinación el problema que, a día de hoy, y en nuestra opinión, es lo que más los separa.
Podemos colegir entonces que la diversidad lingüística europea es lo que más dificulta que los europeos se sientan como un solo pueblo. Otros que, en el camino hacia la unidad europea, hayan recorrido un sendero diferente habrán hecho otras preguntas y obtenido otras respuestas. Nosotros hemos acordado que Europa se compone de europeos, es decir, de personas vinculadas por una misma intersubjetividad «europea», y no de naciones. Unir a Europa entonces no es unir naciones, sino unir europeos. Para unir a los europeos hay que clarificar medianamente lo que más los une —que hemos denotado como un ethos o una intersubjetividad específica— y lo que más los separa, que, en nuestra opinión, es la diversidad lingüística del continente. Ocurre que lo primero, lo que los une, es algo bastante sutil y solo puede aludirse a ello con tecnicismos (ethos, intersubjetividad…), mientras que lo que los separa es algo más que evidente, pues la incapacidad para comunicarse lingüísticamente con fluidez no es solo palpable, sino un factor que impide la interacción humana más elemental.
Notas:
6 Una comunidad lingüística es «un grupo de personas que conforma una sociedad en la que se comparte una misma lengua» (Yánez, 2007, p. 80). Esa definición es suficiente para nuestros propósitos, aunque en sociolingüística la noción de «comunidad lingüística» presenta algunos problemas y está sujeta a una diversidad de opiniones, y se apunta el peligro de que un término de la sociolingüística como este se confunda o se asimile con nociones de índole política o ideológica (Álvarez, 2006, p. 68).Volver al texto
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